Todo el que vive o ha pasado por esta media isla sabe de lo caótico del tránsito. Salir a la esquina, ya sea a pie o en vehículo, podría, sin mucho esfuerzo de imaginación, convertirse en una historia épica.
Los motoristas que se comen los semáforos, los carros que se parquean en las aceras, obligando al peatón a transitar por las calles, aun a riesgo de su propia vida, esos mismos automóviles y motores que, ante el tapón, se suben a territorio de peatones para poder avanzar aunque tan solo sea unos cuantos metros, con el descaro, en ocasiones, de hasta tocar bocina a los de a pie. Todas estas situaciones y muchas más, son de las habitualidades que nos podemos encontrar con sólo salir a la esquina.
A esto hay que añadirle que las autoridades a las que les corresponde velar para que este tipo de abusos no se den, en la mayoría de los casos ni se inmutan ante cualquier violación de las leyes de tránsito. El número de agentes en los últimos tiempos se ha multiplicado (en ocasiones hay tres por esquina), sin embargo son mucho menos eficientes que antes. No son dos ni tres las veces en las que los he visto anotando no sé que diablos en una libretita, mientras los motoristas hacen de las suyas y las jeepetas siguen en su afán de romper la velocidad del sonido. No es que han detenido a nadie, están solitos escribiendo. Ojalá y sean poemas...
La indignación que me provoca este tipo de cosas, hace que lance maldiciones a diestra y siniestra. No dudo que el que me haya visto haya pensado que estoy hablando solo y me haya confundido con un demente.
Pero no todo puede ser malo. En las últimas semanas he recibido dos satisfacciones. Una de ellas la tuve hace unos cuantos domingos atrás mientras subía la Churchill. Eran como las ocho de la mañana, cuando me detuve ante la luz roja de un semáforo, por el lado izquierdo cruzó la calle un personaje indiferente a la señal de alto. Mi rabia empezó a fluir, no entendía por qué carajos había en este mundo tanta gente charlatana. La luz verde me hizo avanzar y mi reciente ¨encojonamiento¨ se transformó de repente en alegría, cuando una cuadra más adelante me encontré con el violador detenido por un Amet que le entregaba su respectiva multa. Casi estuve a punto de parar el carro y explayarme en aplausos.
La otra satisfacción tuvo lugar mientras bajaba la Lincoln. Un motorista, tratando de avanzar por la acera, al elevar su vehículo de dos ruedas para invadir el terreno que debería tener prohibido, provocó que su acompañante montado en la cola del motor terminara cuan largo era en la calzada. El golpe, afortunadamente, fue menos grave que la vergüenza. Todo el que estaba cerca se rió a pierna suelta y yo no pude evitar un ¨está bueno que le pase¨.
jueves, 18 de septiembre de 2008
miércoles, 10 de septiembre de 2008
Discuciones Cotidianas 2
Con la presente temporada ciclónica, el país ha sido castigado por lluvias constantes. En esta misma semana los aguaceros han hecho complicidad con fuertes vientos y relámpagos, alterando el sueño y la tranquilidad de la mayoría.
Resulta que en el día de ayer, mientras en el trabajo comentábamos esta situación, una fiel cristiana comentaba ¨lo misericordioso¨ que era nuestro señor dios con este país, argumentando que ninguno de los huracanes había penetrado directamente sobre nuestro territorio, mientras que en Cuba, por ejemplo, los estragos causados por IKE, el ciclón de turno, fueron terribles. No pude contenerme, y le pregunté que si no le parecía presuntuoso de su parte, destinar la supuesta misericordia de dios hacia un pueblo y que sea precisamente el nuestro. Seguí con mi interrogatorio, y la cuestioné sobre si éramos mejores que los cubanos, ya que en el momento de declarar que la divinidad prefirió castigar con un fenómeno de la naturaleza a un pueblo sobre otro, es afirmar nuestra superioridad, al menos ante los ojos del creador.
Le recordé que a finales del año pasado, dos tormentas nos trajeron cientos de muertos y que un fuerte aguacero, pocos días atrás, había causado el deslizamiento de una enorme roca, y que esta terminó con la vida de una familia completa. Todo causa del azar que algunos pretenden ignorar. La réplica de mi compañera de trabajo fue, que eso era producto del pecado. A lo cual respondí, que entre las víctimas había una criatura de meses y otra de pocos años, que si esos inocentes sabían qué era el pecado. La muerte de un inocente, al menos para mi, no tiene justificación, sobretodo cuando hablamos de un dios con infinitos poderes. Ya en este punto mi amiga intentó callarme, no quería escuchar mis argumentos, su intención, según ella, no era convencerme. Mi intención no era esa tampoco, pero le manifesté que había que analizar las cosas que decía, que en mi cabeza, no parecían nada lógicas.
Le externé que los desgraciados de la fortuna eran, en mayor medida, a los que azotaban sin piedad los ciclones, que esto bajo ningún concepto tenía que ver con lo que los cristianos llaman pecado. Las calamidades son directamente proporcionales a la fortaleza o ubicación de las viviendas. Que desde los primeros instantes de la aparición del hombre sobre la tierra, los pobres, buenos o malos, eran los que recibían los golpes más contundentes. Esa, al parecer, era la voluntad divina, basándonos, claro está, en hechos palpables que no necesitan de fabulación.
Me habló de cómo los pobres se pueden superar y alcanzar el cielo o el éxito, que sólo era cuestión de disciplina y voluntad. A lo que contesté que si bien es cierto que se daban innumerables casos en que personas salían de la pobreza, a pesar de esto las oportunidades no eran las mismas. No es igual nacer con todas las necesidades primordiales cubiertas, y acceder a una buena educación, que aparecer en este mundo sin siquiera el pan debajo del brazo. Es fácil mirar a los desamparados desde nuestro punto de vista, olvidando la injusticia social de que son víctimas y que cargan como lastre.
Aunque la cara de impotencia de mi amiga era manifiesta, llegó a justificar esa gran misericordia de dios para con nuestro pueblo, con la acogida que dio, nada más y nada menos que Trujillo, a los judíos que huían del nazismo durante la Alemania de Hitler. Pese a que, según ella misma, los motivos del dictador dominicano estaban relacionados con el ¨mejoramiento¨ de la raza, más que con proteger al ¨pueblo elegido¨. Al parecer el buen dios nos premió por la hospitalidad del ¨Perínclito de San Cristóbal¨. Y es que en estos temas religiosos hay licencia para fantasear, las posibilidades de inventiva no tienen límites en la fábula divina. Lo contradictorio de esta parte, es que precisamente los judíos no creen que Jesucristo fuera el hijo de dios, y hasta lo condenaron a muerte. O sea, que los que tienen los derechos del cuento del dios de Abraham y el de Jacob, no creen en el que murió en la cruz. Esto es algo que resulta paradójico.
A propósito de esto, en la noche me decía un buen amigo, que era increíble la ceguera de las personas, ante el hecho evidente de que las religiones, en el caso nuestro el cristianismo, fueron impuestas a sangre y fuego. Hemos adoptado la creencia en un dios que avanza y trasciende por conveniencias e intereses puramente humanos. Nadie habla de los indígenas despojados de todos sus bienes y que fueron humillados y prácticamente exterminados bajo la cruz de la evangelización.
La pequeña discusión de esa tarde fue interrumpida, para suerte de mi compañera, por una llamada telefónica, que me imagino para ella, resultó providencial.
Resulta que en el día de ayer, mientras en el trabajo comentábamos esta situación, una fiel cristiana comentaba ¨lo misericordioso¨ que era nuestro señor dios con este país, argumentando que ninguno de los huracanes había penetrado directamente sobre nuestro territorio, mientras que en Cuba, por ejemplo, los estragos causados por IKE, el ciclón de turno, fueron terribles. No pude contenerme, y le pregunté que si no le parecía presuntuoso de su parte, destinar la supuesta misericordia de dios hacia un pueblo y que sea precisamente el nuestro. Seguí con mi interrogatorio, y la cuestioné sobre si éramos mejores que los cubanos, ya que en el momento de declarar que la divinidad prefirió castigar con un fenómeno de la naturaleza a un pueblo sobre otro, es afirmar nuestra superioridad, al menos ante los ojos del creador.
Le recordé que a finales del año pasado, dos tormentas nos trajeron cientos de muertos y que un fuerte aguacero, pocos días atrás, había causado el deslizamiento de una enorme roca, y que esta terminó con la vida de una familia completa. Todo causa del azar que algunos pretenden ignorar. La réplica de mi compañera de trabajo fue, que eso era producto del pecado. A lo cual respondí, que entre las víctimas había una criatura de meses y otra de pocos años, que si esos inocentes sabían qué era el pecado. La muerte de un inocente, al menos para mi, no tiene justificación, sobretodo cuando hablamos de un dios con infinitos poderes. Ya en este punto mi amiga intentó callarme, no quería escuchar mis argumentos, su intención, según ella, no era convencerme. Mi intención no era esa tampoco, pero le manifesté que había que analizar las cosas que decía, que en mi cabeza, no parecían nada lógicas.
Le externé que los desgraciados de la fortuna eran, en mayor medida, a los que azotaban sin piedad los ciclones, que esto bajo ningún concepto tenía que ver con lo que los cristianos llaman pecado. Las calamidades son directamente proporcionales a la fortaleza o ubicación de las viviendas. Que desde los primeros instantes de la aparición del hombre sobre la tierra, los pobres, buenos o malos, eran los que recibían los golpes más contundentes. Esa, al parecer, era la voluntad divina, basándonos, claro está, en hechos palpables que no necesitan de fabulación.
Me habló de cómo los pobres se pueden superar y alcanzar el cielo o el éxito, que sólo era cuestión de disciplina y voluntad. A lo que contesté que si bien es cierto que se daban innumerables casos en que personas salían de la pobreza, a pesar de esto las oportunidades no eran las mismas. No es igual nacer con todas las necesidades primordiales cubiertas, y acceder a una buena educación, que aparecer en este mundo sin siquiera el pan debajo del brazo. Es fácil mirar a los desamparados desde nuestro punto de vista, olvidando la injusticia social de que son víctimas y que cargan como lastre.
Aunque la cara de impotencia de mi amiga era manifiesta, llegó a justificar esa gran misericordia de dios para con nuestro pueblo, con la acogida que dio, nada más y nada menos que Trujillo, a los judíos que huían del nazismo durante la Alemania de Hitler. Pese a que, según ella misma, los motivos del dictador dominicano estaban relacionados con el ¨mejoramiento¨ de la raza, más que con proteger al ¨pueblo elegido¨. Al parecer el buen dios nos premió por la hospitalidad del ¨Perínclito de San Cristóbal¨. Y es que en estos temas religiosos hay licencia para fantasear, las posibilidades de inventiva no tienen límites en la fábula divina. Lo contradictorio de esta parte, es que precisamente los judíos no creen que Jesucristo fuera el hijo de dios, y hasta lo condenaron a muerte. O sea, que los que tienen los derechos del cuento del dios de Abraham y el de Jacob, no creen en el que murió en la cruz. Esto es algo que resulta paradójico.
A propósito de esto, en la noche me decía un buen amigo, que era increíble la ceguera de las personas, ante el hecho evidente de que las religiones, en el caso nuestro el cristianismo, fueron impuestas a sangre y fuego. Hemos adoptado la creencia en un dios que avanza y trasciende por conveniencias e intereses puramente humanos. Nadie habla de los indígenas despojados de todos sus bienes y que fueron humillados y prácticamente exterminados bajo la cruz de la evangelización.
La pequeña discusión de esa tarde fue interrumpida, para suerte de mi compañera, por una llamada telefónica, que me imagino para ella, resultó providencial.
viernes, 5 de septiembre de 2008
TIEMPO DE RENDIR CUENTAS
El mundo no para de girar, muchos de los que en su juventud disfrutaban de estar en la cima, dando desenfreno a la locura y muchas veces al abuso, hoy están expuestos al escrutinio y a la vergüenza pública.
De ser los más populares en los remotos tiempos de colegio, los que contaban con la atención de las muchachas, los que se desmontaban de los mejores carros, los que hacían alardes de capacidades pugilísticas y de artes marciales, no importa a cuál inocente escogieran para manifestar su hombría, esos que eran hasta protegidos por sus progenitores después de cada paliza propinada, donde se aparecía el padre con el sombrero que suelen usar nuestros arrogantes generales con su respectiva arma al cinto, irradiando autoridad y satisfacción ante el resultado de un asalto a puñetazos, a trompadas y patadas, ante al menos una mirada de indignación escondida entre las columnas de alumnos que se formaban antes de empezar el día de escuela, esos ahora están en la misma línea de los que roban vehículos y de los que se lucran envenenando con sustancias prohibidas.
Y es que el mundo da y vueltas y vueltas, y no se cansa. La avaricia, ese deseo de tener más y más que nos imponen como norma, esa competencia de tener los bolsillos repletos hasta que se desborden las cuentas en el banco, en una carrera que no tiene fin: siempre habrá alguien que tenga más. Esa avaricia que hace que muchos sobrepasen los niveles de lo permitido, de lo humanamente aceptable y que motiva que se pierda el miedo de hacer rodar y volar cabezas, hace que muchos se olviden de que, a pesar de que la justicia humana (no creo en ninguna otra) a veces nunca llega, pero que en ocasiones esta, toma caminos inesperados, y sí lo hace.
Los familiares niegan el monstruo que ayudaron a crear, pretendieron no escuchar las piedras en forma de cadáveres que hacían sonar al río. Dicen que sólo cumplía órdenes, como si esta excusa reviviera muertos. Es hora de saldar las cuentas pendientes, que son muchas.
De ser los más populares en los remotos tiempos de colegio, los que contaban con la atención de las muchachas, los que se desmontaban de los mejores carros, los que hacían alardes de capacidades pugilísticas y de artes marciales, no importa a cuál inocente escogieran para manifestar su hombría, esos que eran hasta protegidos por sus progenitores después de cada paliza propinada, donde se aparecía el padre con el sombrero que suelen usar nuestros arrogantes generales con su respectiva arma al cinto, irradiando autoridad y satisfacción ante el resultado de un asalto a puñetazos, a trompadas y patadas, ante al menos una mirada de indignación escondida entre las columnas de alumnos que se formaban antes de empezar el día de escuela, esos ahora están en la misma línea de los que roban vehículos y de los que se lucran envenenando con sustancias prohibidas.
Y es que el mundo da y vueltas y vueltas, y no se cansa. La avaricia, ese deseo de tener más y más que nos imponen como norma, esa competencia de tener los bolsillos repletos hasta que se desborden las cuentas en el banco, en una carrera que no tiene fin: siempre habrá alguien que tenga más. Esa avaricia que hace que muchos sobrepasen los niveles de lo permitido, de lo humanamente aceptable y que motiva que se pierda el miedo de hacer rodar y volar cabezas, hace que muchos se olviden de que, a pesar de que la justicia humana (no creo en ninguna otra) a veces nunca llega, pero que en ocasiones esta, toma caminos inesperados, y sí lo hace.
Los familiares niegan el monstruo que ayudaron a crear, pretendieron no escuchar las piedras en forma de cadáveres que hacían sonar al río. Dicen que sólo cumplía órdenes, como si esta excusa reviviera muertos. Es hora de saldar las cuentas pendientes, que son muchas.
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