lunes, 14 de julio de 2008

De la verguenza, la inocencia y otros demonios

Cada quince días hay un compromiso del cual no puedo escapar. El viaje al supermercado me lo han convertido en algo ineludible, en una circunstancia vital para el buen funcionamiento de las relaciones conyugales. En ocasiones he podido torear dicha aventura, generamente valiéndome de mil y una argucias heroicas, que siempre tienen como resultado, la suspensión del habla de parte de mi consorte, al menos por un par de horas.

A esto se añade el dilema de si llevar o no a la niña, cuya presencia aumenta el trajín de la odisea. Nuestra pequeña está en esa edad donde siempre da de qué hacer. Cuando no está corriendo como una posesa por todos lados, con el peligro latente de que vaya a llevarse en la carrera todo un anaquel de vinos, está poniendo las manos a cada cosa que le cruza por el lado.

El caso es que en el día de hoy llegó nuestro -encuentro familiar obligatorio de todas las quincenas-, y que por razones que no vienen al caso, tuvimos que hacer con la gorda. Cuando arribamos a la casa del terror, nombre que estos establecimientos de comida han recuperado después de que atacamos tanto a Hipólito, lo primero que Tamara hace al llegar, es pedir que la suban al carrito de la compra. Aquello nos sorprendió, lo que le gusta es practicar su carrera con obstáculos en el mismo momento de llegar al supermercado.

No bien empezamos a recorrer los pasillos, cuando advertimos que lo que teníamos montado en el dichoso carrito era a un loro. La niña no paraba de hablar. Con cada artículo que subía al carrito, nuestra bocinita de cuatro años nos hacía un comentario. Pasamos por el lado de las bebidas y saltó con que ¨los niños no beben cerveza, verdad papi? Cuando yo sea grande voy a poder beber cerveza, verdad papi?¨

¨Así es, mi amor, los niños no beben cerveza. Cuando seas grande vas a poder, pero sólo un poquito¨. Le contesté agradeciéndole al dios en que no creo que no había nadie en el pasillo, para que no se vaya a descubrir mi afición por esa bebida espirituosa.

Ya el último comentario que hizo fue cuando su mamá tomó en sus manos unas toallas sanitarias: ¨Mami, eso es para ti, verdad, te lo vas a poner en la popolita?¨ El mismo lo suficientemente alto para que lo pudieran escuchar un grupo numeroso de mujeres subidas de años que no pudieron reprimir la risa, celebrando la ocurrencia de la infante parlanchina.

Sólo puedo decir que, durante el tiempo que faltaba para salir de la casa de los sustos, la pasé con el alma en vilo. Hasta el punto de que me negué rotundamente a recorrer con semejante perico el pasillo que albergaba al papel higiénico.

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